miércoles, 29 de octubre de 2008

Hans Urs Von Balthasar


TRATADO SOBRE EL INFIERNO

IV. Tomás de Aquino

Sobre la doctrina de Agustín sobre la esperanza, tal y como nos la ha desarrollado en su librito «De la fe, la esperanza y el amor», se han hecho, ya en la alta Edad Media, casi innumerables recensiones, tanto editadas como no, y todas ellas se ocupan de cuestiones más o menos importantes: Si fe sin esperanza, y esperanza sin amor son posibles; si esperanza, como Hch 11,1 parece insinuar, es una actitud envuelta en la fe, y otras por el estilo. Pero en el apartado 8º de la obra citada de Agustín hay una frase que, aunque está formulada fugazmente, tiene que causar un profundo espanto a quien medite sobre ella. La fe –dice el autor- «se refiere a cuestiones propias o ajenas», pero, además, «se puede referir al bien y al mal, mientras que la esperanza sólo vale ante el bien, y precisamente al que ha de venir, y sólo ante aquellos bienes que importan al que los espera». Pues, ¿quién podría esperar por otro, si no puede saber si él está o no predestinado? ¡Qué limitación tan horrenda a la esperanza cristiana! Con todo, nadie antes de Tomás de Aquino se ha atrevido a dudar de esta afirmación. Como si no hubiera existido.

Tomás propuso en su Suma la siguiente pregunta: «¿Puede alguien esperar la vida eterna por otro?», utilizando la frase comentada de Agustín como argumento contra su afirmación. Su respuesta es cautelosa, pero rasga, al mismo tiempo, el velo que cubría siglos y siglos la esperanza cristiana. Si consideramos la esperanza “absolutamente” (es decir, sin su referencia a otras virtudes), la frase de Agustín tendría sentido. Pero «si, por el contrario, se antepone el amor que une al que espera con los otros seres humanos, no tiene sentido. Allí, donde reina el amor, que se refiere de manera inmediata a los otros, y los valora como a uno mismo», se puede desear para el otro lo mismo que para sí, y esperar para él lo mismo que se desea y espera para sí. Y como es la misma virtud del amor con la que se ama a uno mismo, a Dios y al prójimo, así es la misma virtud de la esperanza con la que se espera para uno mismo y para el otro.

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