lunes, 31 de mayo de 2010

Sed



















Este océano de sufrimiento, este sentido de presencia es el dolor mismo. Inútil querer sanar de él y seguir estando presente. Mientras haya sentido de presencia su conocimiento se expandirá instantáneamente en este océano de dolor. ¿Qué trata de nombrar la palabra amor? Se siente como una vacuidad activa hacia su plenitud. ¿Por qué no llamarlo dolor de ausencia, anhelo doliente por esa ausencia? ¿Ausencia de qué?
Si este conocimiento fuera como sumar dos y dos son cuatro el conocimiento mismo sería la solución. Pero esta sed de ser ninguna suma de conocimiento puede aplacarla. ¿Qué busca esta sed de ser, este amor oceánico que cubre completamente el confín de cuanto conozco? Busca ser saciado, busca ser aplacado. Es como beber agua cuando hay sed. Mientras queda algo de sed hay placer en beber agua. Cuando la sed está completamente saciada, ¿quién se acuerda del agua? Este amor de ser, esta sed oceánica ¿de qué es amor? ¿de qué es sed? ¿el recuerdo de qué mueve su actividad doliente? Su saciación ¿qué es?
No hay afinidad alguna entre esta sed y el conocimiento. Ninguna suma de conocimiento saciará jamás esta sed. Esta sed se siente, se sufre, es total, ilimitada. Saber que yo no soy esta sed no me alivia mucho. Primero es esta sed. Yo no he querido amar nunca, yo no he querido sentir esta sed jamás.
No es posible comprender si uno busca ser saciado, la búsqueda de saciación nunca tendrá fin. El agua que una vez bebida jamás volverá a haber sed no es un conocimiento. Yo soy donde el conocimiento jamás ha tenido acceso, donde el amor de ser no ha sido nunca, donde la sed de ser jamás se ha hecho sentir. Saber esto no es un saber. Es una convicción que brota de la misma fuente que la sed, del mismo corazón que el amor de ser. Siguiendo el rastro de la sed hay que llegar a esa fuente y allí mismo cortar su flujo de avidez, secarla en la cuna, comprenderse a sí mismo totalmente ilimitado en ese punto límite del límite. Todo conocimiento tiene límites y jamás puede rebasar sus límites. En su límite el conocimiento de este amor de ser abandona completamente toda búsqueda activa de ser saciado, es comprendido completamente sin rastro alguno de incomprensión. Esta comprensión pura sabe que ella no era. «Sólo yo quedo», esta incognoscible verdad reina entonces supremamente absoluta.
He comprendido que en su aparición misma esta reflexividad por cuya presencia yo sé que yo soy tiene un doble efecto. Hasta ahora, fascinado por su fuerza imperiosa, esta sed oceánica, esta vacuidad activa que busca su plenitud, este amor de ser, este amor de saborearse siendo, había ocultado a mi comprensión otro aspecto de sí mismo igualmente imperioso pero mucho menos agradable de reconocer. He comprendido que el amor de ser tiene otra manifestación que la sed de ser, otra manifestación igualmente poderosa pero mucho más dolorosa, mucho más corrosiva. He comprendido que hay también una «detestación de ser», una «repugnancia de ser» cuya afluencia brota igualmente oceánica de la misma fuente que el amor de ser.
Es como comprender que uno ha sido mentido, que uno ha sido engañado. Había una inocencia absoluta, una ignorancia inocente de lo que esta consciencia era. Ella vino sin exponer su plan. Sin saber porqué ni cómo esta sed de ser comenzó a tener lugar. Era tan exigente en su demanda de saciedad, su poder de sugestión era tan vasto. Esta sed de ser, esta sed de saborearse siendo, ejercía una tiranía tan omnipresente, tan omniabarcante, que todo el día no bastaba para encontrarle alimento. Un profundo resentimiento iba extendiéndose por los subterráneos de la consciencia, una profunda repugnancia por la totalidad del juego iba cobrando amplitud. Había una detestación dolorosa, impotente. Toda aquella inocencia iba siendo comida por un dolor sordo cuya explosividad rompía a veces en un estallido de cólera destructiva que habría abrasado el universo entero. Había detestación de estar presente. Había repugnancia de ser.
Había habido una mentira, un engaño. Esta mentira jamás había sido creída. Su detestación, su repudiación brotaba de la misma fuente que la mentira misma. Había una resistencia sutilísima a creer. Nunca pude creer en otra cosa que lo que yo experimentaba. Todo aquel sufrimiento de verme recortado, cercenado, mutilado. Tenía que tragarme mi propia avidez de tragar. Mi propia forma, esta forma física y mental que reclamaba tiránicamente la plenitud poco a poco se iba convirtiendo en una caja de martirio. Nada estaba jamás a mano cuando lo necesitaba y mucho menos la comprensión de mí mismo. El sustrato de la detestación crecía y crecía. Yo no encontraba a quien tender mi abrazo, ¿dónde estaba el ser objeto de este amor de ser? ¿Dónde estaba esa plenitud de obnubilación total que mi totalidad ansiaba? Aunque yo no quería, yo era forzado a ser consciente. Yo no quería pero tenía que cargar con este ansia de ser, con esta avidez de ser. Una sutil repugnancia, una desazonante detestación estaba igualmente presente. Era la manifestación sensible, físicamente sensible, dolorosamente sensible de que no se había producido la aceptación del nacimiento. Esta dolorosa llaga que la venida de la consciencia había suscitado no estaba siendo aceptada. Había una resistencia absoluta a creer en ella, había una repugnancia absoluta a creer nada de lo que provenía de ella.
Ahora sé que esta detestación es universal. Todo lo que alienta detesta tener que alentar, detesta tener que gozar, detesta tener que presenciar un mundo que en lo más íntimo sabe que no ha tenido ninguna posibilidad de no presenciar ¿Por qué tengo que cargar yo esta espantosa ansiedad de ser, esta dolorosa búsqueda de alivio? ¿No está justificada esta detestación insondable, plenamente perceptible en cada boqueada de ansia, en cada suspiro de deseo de ser? La miseria que revela esta vía dolorosa, su reverso, ¿no es esta repugnancia omnipresente, no es este resentimiento de redención imposible?
No es posible redimir este resentimiento de ser, su redención no está en la consciencia. Es la aparición de la consciencia lo que provoca su aparición.

El Libro De Las Contemplaciones.

viernes, 21 de mayo de 2010

¡Sapere aude!



















La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea.

Immanuel Kant: ¿Qué es Ilustración?

martes, 18 de mayo de 2010

Éramos los elegidos del sol



















Éramos los elegidos del sol

Y no nos dimos cuenta

Fuimos los elegidos de la más alta estrella

Y no supimos responder a su regalo

Angustia de impotencia

El agua nos amaba

La tierra nos amaba

Las selvas eran nuestras

El éxtasis era nuestro espacio propio

Tu mirada era el universo frente a frente

Tu belleza era el sonido del amanecer

La primavera amada por los árboles

Ahora somos una tristeza contagiosa

Una muerte antes de tiempo

El alma que no sabe en qué sitio se encuentra

El invierno en los huesos sin un relámpago

Y todo esto porque tú no supiste lo que es la eternidad

Ni comprendiste el alma de mi alma en su barco de tinieblas

En su trono de águila herida de infinito


Vicente Huidobro: Éramos los elegidos del sol. Últimos poemas.

jueves, 6 de mayo de 2010

Sublime experiencia de unidad



















La fragancia se transformó en nariz, la melodía dio lugar a los oídos y el espejo se convirtió en ojos para contemplarse;
La suave brisa se hizo fina piel, la cabeza se tornó flores de nardo de fascinante aroma;
La lengua se convirtió en dulce zumo, el loto se abrió para ser el sol, y el ave Chakor se transformó en la luna;
Las flores tomaron forma de abeja, las muchachas se tornaron muchachos y los somnolientos adoptaron la forma de camas en las que yacer;
La vista se convirtió en objetos maravillosos cual lingote de oro que se transforma en joya para disfrutar de la belleza;
Los capullos de mango se tornaron cuclillos, el cuerpo adoptó la forma de brisas malayas y los sabores se convirtieron en lenguas.
Así es como el absoluto adopta las formas de gozante y objeto de gozo, de veedor y objeto de visión, sin que se altere la homogeneidad de su unidad.

Gñaneshvari: El Amritanubhava (sublime experiencia de unidad)

miércoles, 5 de mayo de 2010

¿Yo?



















El yo o persona no consiste en ninguna impresión aislada, sino en todo aquello a lo que hacen referencia nuestras distintas impresiones e ideas. Si alguna de nuestras impresiones nos da la idea del yo, dicha impresión ha de permanecer invariable, a través de toda nuestra vida, ya que de esta forma es como se supone que existe el ser propio. Pero no existen impresiones constantes e invariables... Y, en consecuencia, no existe tal idea.
Por mi parte, cuando penetro en la más profunda intimidad de lo que llamo mi yo, tropiezo siempre con alguna percepción particular, de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. Nunca puedo aprehender a mi yo sin una percepción, y nunca puedo observar nada que no sea una percepción... si alguien, después de una reflexión seria y sin prejuicios, piensa que puede tener una noción diferente de sí mismo, he de confesar que no puedo seguir discutiéndolo con él. Todo lo que puedo decir es que espero que tenga tanta razón como yo, y que entonces somos esencialmente diferentes en ese respecto. Puede que él sea capaz de percibir algo simple y continuo que llama su yo, aun cuando yo estoy seguro de que no existe tal principio en mí.

David Hume: Tratado de la naturaleza humana