La Tierra ama al Cielo, al aire al agua, etc., de suerte que cada uno es afecto a cada uno y, por así decirlo, todos a todos con vistas al uso mutuo. Y así, este universo, del que son partes, es una obra acabada, digna de su autor. Éste se ha reservado la propiedad, ha dado a cada uno el uso y el goce de sí mismo y de los demás. Por eso tenemos el uso de nosotros mismos y de cuanto nos rodea. Pero ninguna de esas cosas me pertenece en propiedad. ¿Dónde estaba mi cuerpo antes de mi nacimiento? ¿Dónde va a estar después de mi muerte? ¿De dónde viene el alma? ¿A dónde irá? ¿Por cuánto tiempo será nuestro huésped? ¿Cuál es su esencia? ¿Podemos decirlo? ¿Cuándo la hemos adquirido? ¿Antes del nacimiento? Pero si no existíamos aún. ¿Después de la muerte? Pero si entonces no estaremos ya compuestos, sino que iremos a un nuevo nacimiento. Es cierto que en esta vida somos propiedades más que propietarios, y somos conocidos más bien que conocedores. Él nos conoce sin que nosotros le conozcamos a Él y nos transmite mandatos a los que obedecemos como servidores a un Amo. Y cuando quiera ordenará nuestra vuelta hacia nuestro principio, dejando desierta nuestra morada y nosotros nos esforzamos en vano por retener nuestra alma, porque se escapa a los lazos del cuerpo. Todo esto nos prueba que estamos usando bienes que son de otro. Por todo esto, si estamos en nuestro sano juicio, tendremos muy en cuenta, al usar las cosas que son de Dios, convencidos de que Dios podrá reclamárnoslas cuando quiera.
(De Cher., 111 -118)
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