viernes, 18 de febrero de 2011

Juan de Forde


Os conjuro, hijas de Jerusalén,
que si encontráis a mi amado,
le digáis que estoy enferma de amor. (Ct 5,8)

Hace saber al esposo que está enferma de amor.

4. ¿Qué más? Se disparan con tanta frecuencia las saetas aceradas del amor y vibran con tal energía, que el esposo confiesa que la esposa ha herido su corazón, y la esposa, que está enferma de amor, conjura a las muchachas de Jerusalén que le asisten, que anuncien a su amado su enfermedad. Solamente el que causó la herida puede ofrecer una medicina para esa herida. Por eso, quien se digna aplicar su mano medicinal a las demás heridas ¿qué motivos tendrá para no atender una herida tan piadosa, una pasión tan saludable, un dolor tan agudo y una enfermedad tan maravillosa? Si es un don de la gracia infinita que la esposa mereciera desfallecer con una enfermedad tan feliz, ¿cuánto más no será propio de su gracia que el amado socorra a la amada en el lecho del dolor? Además, si el Señor Jesús dice que su nombre significa «el que viene a salvar a todos», y ha manifestado el poder de dicho nombre, ¿con cuánta mayor razón deberá salvar a su única en esta necesidad tan grande?
Como ella está segura de ello le envía un mensaje, no recargado de muchas palabras, sino únicamente con esto: que anuncien al amado que está enferma de amor. A un médico tan extraordinario basta comunicarle la enfermedad y la clase de enfermedad. A un amigo tan entrañable basta indicarle únicamente la dolencia sin pedir la salud. (…) Expone la necesidad, se abstiene momentáneamente de pedir, aunque el deseo de un corazón tan santo resuena en sus oídos más fuerte que cualquier súplica: habla toda esa voluntad compasiva.
Por eso la esposa del Verbo de Dios no cree que deba molestarse en multiplicar los ruegos ante su esposo omnipotente, en el cual existe una capacidad tan poderosa de obtener la salud, que todos languidecen de amor por él.

Juan de Forde: Sermones sobre el Cantar de los Cantares

miércoles, 16 de febrero de 2011

No, no te quieren, no...





















No, no te quieren, no.
Tú sí que estás queriendo.

El amor que te sobra
se lo reparten seres
y cosas que tú miras,
que tú tocas, que nunca
tuvieron amor antes.
Cuando dices: «Me quieren
los tigres o las sombras»
es que estuviste en selvas
o en noches, paseando
tu gran ansia de amar:
No sirves para amada;
tú siempre ganarás,
queriendo, al que te quiera.
Amante, amada no.
Y lo que yo te dé,
rendido, aquí, adorándote,
tú misma te lo das:
es tu amor implacable,
sin pareja posible,
que regresa a sí mismo
a través de este cuerpo
mío, transido ya
del recuerdo sin fin,
sin olvido, por siempre,
de que sirvió una vez
para que tú pasaras
por él -aún siento el fuego-
ciega, hacia tu destino.
De que un día entre todos
llegaste
a tu amor por mi amor.

Pedro Salinas: Poemas de amor

domingo, 13 de febrero de 2011

Franny y Zooey



—Quiero preguntarte algo, Franny —dijo de repente. Se volvió de nuevo hacia el escritorio, frunció el ceño y sacudió la bola de cristal—. ¿Qué crees estar haciendo con la Oración de Jesús? —preguntó—. A esto es a lo que quería llegar anoche, antes de que me dijeras que me largase. Hablas de acumular tesoros, dinero, propiedades, cultura, conocimientos, etc., etc. Al recitar la Oración de Jesús, déjame terminar ahora, por favor, al seguir recitando la Oración de Jesús, ¿no estás intentando acumular cierta clase de tesoro? ¿Algo que es tan negociable como todas las otras cosas más materiales? ¿O acaso lo cambia todo el hecho de que sea una oración? Con esto quiero decir, ¿para ti supone una diferencia absoluta el lado en que alguien amontona su tesoro, en este lado o en el otro? ¿En el lado en que no pueden entrar los ladrones, etc.? ¿Es esto lo que cambia todo? Espera un momento, por favor, espera hasta que termine. —Permaneció unos segundos contemplando la pequeña tormenta de nieve de la esfera de cristal-. Hay algo en tu forma de rezar esa oración que me da escalofríos, si quieres que te diga la verdad. Tú crees que mi intención es hacer que dejes de rezarla. No sé si lo es o no, ése es un punto discutible, pero me gustaría mucho que me explicaras cuáles son tus malditos motivos para hacerlo. —Vaciló, pero no el tiempo suficiente para que Franny le interrumpiera—. Por simple lógica, para mí no existe diferencia entre el hombre que codicia tesoros materiales, o incluso tesoros intelectuales, y el hombre que codicia tesoros espirituales. Como tú dices, un tesoro es un tesoro, maldita sea, y me parece que el noventa por ciento de todos los santos de la historia que han odiado el mundo eran tan ambiciosos y poco atractivos, básicamente, como el resto de nosotros.

— ¿Puedo interrumpirte ahora, Zooey?
Zooey soltó el muñeco de nieve y se puso a jugar con un lápiz.
— Sí, sí. Interrumpe.
— Sé todo lo que estás diciendo. No me has dicho ni una cosa que yo no haya pensado. Dices que quiero algo de la Oración de Jesús, lo cual me hace realmente tan ambiciosa, para usar tu misma palabra, como el que quiere un abrigo de martas, o ser famoso, o rebosar de alguna clase de estúpido prestigio. ¡Todo esto ya lo sé! ¡Dios mío! ¿Qué clase de imbécil crees que soy?

J. D. Salinger: Franny y Zooey