viernes, 31 de julio de 2009

Los miserables


Se preguntó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros, en su caso su imprevisión irracional, y en otro su impía previsión; y de apoderarse para siempre de un hombre entre una falta y un exceso; falta de trabajo, exceso de castigo.

Se preguntó si no era justo que la sociedad tratase así precisamente a aquellos de sus miembros peor dotados en la repartición casual de los bienes, y por lo tanto a los miserables más dignos de consideración.
Presentadas y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad, y la condenó.
La condenó en su odio.
La hizo responsable de su suerte, y se dijo que no dudaría quizás en pedirle cuentas algún día. Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había causado y el que había recibido; concluyendo por fin, que su castigo no era precisamente una injusticia, pero era seguramente una iniquidad.
La cólera puede ser loca, absurda; el hombre puede irritarse injustamente, pero no se indigna sino cuando tiene razón en el fondo por algún lado. Jean Valjean se sentía indignado.
Además, de la sociedad no había recibido sino males: nunca había conocido más que esa fisonomía iracunda que se llama justicia, y que enseña a los que castiga.
Los hombres no le habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto que con ellos había tenido había sido una herida. Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su hermana, nunca había encontrado una voz amiga, una mirada benévola. Así, de padecimiento en padecimiento, llegó a la convicción de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él era el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el presidio, y llevarlo consigo a su salida.

(…) Digamos ahora una cosa triste. Jean, después de haber juzgado a la sociedad que había hecho su desgracia, juzgó a la Providencia que había hecho la sociedad, y la condenó también.
Así, durante estos diecinueve años de tortura y esclavitud, su alma se elevó y decayó al mismo tiempo. En ella entraron, la luz por un lado y las tinieblas por otro.
Jean Valjean no tenía, como se ha visto, una naturaleza malvada. Aún era bueno cuando entró en presidio. Allí condenó a la sociedad, y conoció que se hacía malo; condenó a la Providencia, y conoció que se hacía impío.

Victor Hugo: Los miserables


jueves, 30 de julio de 2009

Baile de máscaras


El lobo, taimada Hiena alimentada

De carne putrefacta,
Asesino de inocentes y pequeños.

La gallina, Zorra sarnosa, astuta
Marioneta malvada,
Huera imitadora sin alma.

La leona, insignificante Araña tejedora
De estúpidas trampas
En las que siempre vive sola.

La loba, Cordera sin mancha entregada
En sagrado oficio purificante,
Mansa dice: Consumatum est.

La maldición del Viviente
Cae ahora eternamente
Sobre las alimañas.
Nunca levantarán cabeza,
Todo se les torcerá.
La vida
Las vomitará.
Ni la sangre las redimirá.

Maurice Brosse: Baile de máscaras o quién es quién.




Lin Chi Zen


Si encuentras a buda, mátalo.
Si encuentras al patriarca, mátalo.




miércoles, 29 de julio de 2009

Soledades, galerías y otros poemas



La causa de esta angustia no consigo

ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:

—Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.


Antonio Machado: Soledades, galerías y otros poemas (1907)

LA CUERDA CORTADA

La cuerda cortada puede volver a anudarse,
vuelve a aguantar, pero
está cortada.
Quizá volvamos a tropezar, pero allí
donde me abandonaste no
volverás a encontrarme.

Bertolt Brecht: La cuerda cortada

Letanía Bene Gesserit contra el Miedo

No conoceré el miedo. El miedo mata la mente. El miedo es el pequeño mal que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mí. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allí por donde mi miedo haya pasado ya no quedará nada, sólo estaré yo.

Frank Herbert: Dune

martes, 28 de julio de 2009

La apuesta


Yo soy atea. No existe Dios, ésta es mi apuesta.

Es mejor que la de Pascal,
-aunque él crea que con ella sea imposible perder,
en realidad no es la apuesta de los ganadores,
sino la del ganado.

Dios no existe.
Vivir sabiendo que este ser egoísta y tiránico
no tiene existencia real, es el mayor gozo de mi vida.
Darme cuenta de la total libertad y del total sinsentido
hace saltar mis entrañas de alegría.
Pues ya no soy una niña abandonada,
mal amada y malquerida. Puesta en un mundo cruel en manos torpes y violentas,
avanzando por la vida a base de ostias y engaños
de hijos de puta que te usan diciéndote que te quieren, que hacen lo mejor para ti.
Soy un ser que ha nacido de la sangre y las semillas guardadas en un vientre
y al que la muerte acompaña siempre hasta que sólo ella, mi hermosa y caritativa parca, sea.
¡Qué maravillosa esperanza! Sin ti, Aniquilación, Nada, no viviría ni un minuto más.

Y si existes, cerdo ególatra, quiero que sepas que nada mío volverá a ti.
En mi libertad escojo la segunda muerte. Ninguna de mis experiencias, ni mi conciencia, ni nada que en mí o por mí haya existido tendrán retorno a tu solipsismo enajenado. ¡Lo que faltaba! Que me tiraras como una puta alpargata a una vida de mierda y encima luego hubiera que dártela en ofrenda para que, por si faltaba alguna crueldad, me juzgues. Ja, ja, ja. Júzgate tú, pedazo de cabrón.

Tantas veces tu idea me ha jodido que no he tenido descanso. Siempre preñada y parturienta, enferma de sobreparto de engendros monstruosos, igualitos a ti.

Pero ya he ganado la apuesta final: tú no existes y si existes, que te den. Quiero cerrar los ojos y que todo termine. Todo.

Ves, Pascal, como la apuesta ganadora es la mía. Yo soy, tú balas.

Luca Ecce Mulier: La apuesta

lunes, 27 de julio de 2009

Hombre

Hombre,
gárrula tolvanera
entre la torre y el azul redondo,
vencejo de una tarde, algarabía
desierta de un verano.

Hombre, borrado en la expresión, disuelto
en ademán: sólo flautín bardaje,
sólo terca trompeta,
híspida en el solar contra las tapias.

Hombre,
melancólico grito,
¡oh solitario y triste
garlador!: ¿dices algo, tienes algo
que decir a los hombres o a los cielos?
¿Y no es esa amargura
de tu grito, la densa pesadilla
del monólogo eterno y sin respuesta?

Hombre,
cárabo de tu angustia,
agüero de tus días
estériles, ¿qué aúllas, can, qué gimes?
¿Se te ha perdido el amo?

No: se ha muerto.
¡Se te ha podrido el amo en noches hondas,
y apenas sólo es ya polvo de estrellas!
Deja, deja ese grito,
ese inútil plañir, sin eco, en vaho.
Porque nadie te oirá. Solo. Estás solo.


Dámaso Alonso: Hombre