sábado, 24 de diciembre de 2011

El misterio de la Navidad


Nos apercibimos a celebrar la Navidad, queridos amigos míos, pero contentarnos con festejos aderezados con chocolate no seria una buena manera de celebrarla. Las fiestas son esos grandes momentos de suspensión que nos aguardan en las encrucijadas, en los puntos cardinales del año. Las fiestas son misterios. Los misterios no son algo que no debamos intentar comprender: por el contrario, tenernos el deber de reflexionar y meditar acerca de ellos.

La Navidad es la fiesta de la Encarnación, o sea el descendimiento de lo más alto a lo más bajo. El signo de un trastrocamiento eterno y secreto.

Ya hemos hablado de los Pastores y de los Magos; ya hemos dicho por qué, únicos entre los humanos, conocieron el gran misterio, el misterio oculto a los hombres de dinero, oculto a los hombres del saber, oculto a los hombres del deber, oculto a los hombres de poder, oculto en el lugar más oculto, oculto en el hueco del invierno, oculto en el fondo de la noche, oculto en el fondo de la tierra, en una gruta.

No hemos hablado de la gruta, no hemos hablado del pesebre y de la paja, no hemos hablado de la Virgen, no hemos hablado del Niño, no hemos hablado del buey y del asno, testigos inconscientes, pero no insignificantes, iniciados en el corazón del hecho. Empecemos por ellos, por esas dos bestias que los imagineros nunca olvidan, aunque no las cite el Evangelio.

El asno y el buey son la humanidad ignorante y laboriosa, la que prepara el gran acontecimiento; es la fatiga y el dolor en la gran masa humana, en la masa sin rostro. Por eso esta humanidad no se presenta con figura de hombre, sino con hocico de bestia. Y con su aliento humeante da calor al niño desnudo.

La gruta, la entrada de la gruta, es la introducción al Misterio. La gruta está en el interior del monte y el monte es el impulso de la tierra hacia el cielo. La gruta es el reverso del monte, el alma de ese cuerpo. Y si el monte es la altura, la gruta es la profundidad. Los santuarios más antiguos de la humanidad son, en verdad, grutas. Los lugares más santos de la India son, aún hoy, las Cuevas del Himalaya. Los templos hindúes son imágenes geométricas del monte. La gruta de Lourdes es la última consagrada, pero tiene tras sí una larga ascendencia. Las grutas eran los lugares escogidos para los misterios antiguos, que se desarrollaban en torno del grano de trigo y del fruto de la vid. Los laberintos de Egipto eran grutas geometrizadas. La gruta es el vientre y la vulva de la tierra, el lugar de las concepciones.

La gruta es, pues, una introducción al misterio de la Virgen Madre. La importancia cada vez mayor de este culto en la Iglesia desagradó a algunos cristianos, que vieron en él una reminiscencia pagana. La crítica profana ha reabierto en nuestros días ese proceso y, según parece, ha dado con la identidad del personaje; la joven de Nazaret llamada María creció para después borrarse al punto de confundirse con la Gran Madre adorada en Creta, con la Afrodita de Chipre, con Ceres, con Isis, con la Kali de los hindúes. Y ha vuelto a encontrársela en el fondo de los Hipogeos egipcios, con su divino hijo en el regazo, y ha vuelto a encontrársela en la China y el Japón... Más aún, se ha descubierto que las vírgenes negras de los santuarios más frecuentados por la cristiandad podrían ser muy bien estatuas druídicas bautizadas. El color negro, de acuerdo con la simbología tradicional, evidentemente representa en ellas la tierra, así como el verde de las túnicas que las cubre es imagen de la vegetación.

¿Habrá que repudiar esas analogías con horror puritano o, por el contrario, aceptarlas con poética indulgencia? Creo que lo fundamental es mostrarnos rigurosos en cuanto a las distinciones esenciales. Por lo demás, la Santísima Virgen no es en modo alguno una diosa: no la adoramos, sino que adoramos a Dios en ella. Por alto que sea su lugar en la jerarquía celeste, no está incluida en la Trinidad, que es la suprema intimidad divina. Y no pierde su condición de mujer. Como mujer es simbólicamente mucho menos que una diosa. Pero concretamente es mucho más, puesto que es, mientras que las diosas no son. Y asimismo es la puerta por la cual entró Dios en este mundo.

No es posible decir que se trata de un mero objeto propuesto a un movimiento de piedad milenario y por lo general humano. Es preciso admitir que la realidad de este objeto, y sin duda la vida y la santa voluntad que en él residen, transmutaron activamente la índole de esa piedad y mudaron su dirección.

La Virgen no es, como las diosas, una personificación del Amor, del Poder y de la Gloria, sino la encarnación de la pureza en el Amor, de la delicadeza en el Poder y de la humildad en la Gloria. Es, por lo tanto, un filtro y la plegaria se purifica al pasar por él. La Virgen es el espejo de justicia que no podemos contemplar sin que nos lleve hasta nosotros mismos. Pues no hemos de encontrarla en el cielo exterior v remoto, pero sí en la sombra del corazón, en el secreto de nuestra humanidad, Arca de la Alianza, torre de marfil, morada de oro, causa de nuestras delicias, ánfora espiritual, alma nuestra.

En cuanto al Niño, no es tan sólo niño y santo, sino también Dios. Es, sin embargo, un niño desnudo, un niño pobre, un niño nacido fuera de su casa, un niño que no tiene siquiera lo que tiene el hijo del campesino el día de su nacimiento: una cuna. Está tendido en el pesebre, entre el oro pobre de la paja. Y qué pobre es, en verdad, el oro de la paja; es la materia más seca, más muerta, más común, y a pesar de ello tiene el aspecto de la cosa más preciosa. El pesebre, con el Niño en el centro, es una reducción, una imagen, un trastrocamiento del sol encendido en el hueco de la tierra helada. El niño irradia entre la paja... Oh, no brilla con luz deslumbrante, sino con una luz filtrada, trémula como la de una bujía. Y la bujía debe protegerse entre las manos para que no la apague una corriente de aire. Tal es la nueva imagen de Dios, la imagen absolutamente nueva del Todopoderoso; tal es la inversión y el escándalo, la locura para los paganos de antaño y los paganos de hoy. Porque está inerme y necesitado; porque está desnudo y escondido; porque podríamos aplastarlo de un puñetazo, acudimos y nos arrodillamos frente a Él. Y por eso nos atrae con seducción tan intensa; por eso nos arrebata desde dentro como el anzuelo en la boca del pez.

No fue así como Dios se presentó por vez primera a los hombres. Al comienzo se presentó con la imagen ruidosa del Trueno, con la imagen brillante del Sol. Terrible, y destructor, y hasta incomprensiblemente cruel en ocasiones, mas poderoso. Era el Dios Viviente, el Señor de los Ejércitos. Y así permanece: es el Todopoderoso, el Padre Eterno, el Rey del Cielo, el creador del Cielo y de la Tierra, el creador del Cielo y del Infierno, el que viene de la Muerte y acude en el Juicio, el que pasa en el fuego y las plagas, el que destrozará a los reyes como vasos, el que golpeará a los fuertes con su vara de hierro, el que romperá los cuellos erguidos, el que sondea los corazones, el que nadie consigue rehuir, el que hace su voluntad sin dignarse explicárnosla. Aún permanece en la eternidad el Dios terrible y celoso, el Dios que nos quiere enteramente y nos ama hasta la muerte, el Dios que es como un fuego devorador. Pero súbitamente se nos muestra con otra forma, y de exterior, celeste y solar, tórnase terrestre, interior, tierno, hasta débil. De modo que nos arrebata desde lo alto y nos toma desde abajo. Para adorarlo tendremos, pues, que trastrocar el orden de nuestros sentimientos, invertir la escala de los valores y el sentido de nuestro amor. La Navidad abre nuevas perspectivas, crea nuevas dimensiones para que, según dice san Pablo, "Conozcamos la altura, la anchura, la longitud y la profundidad de nuestro amor". Es un amor nuevo que ignoran los paganos este amor revelado en el Misterio de este Nacimiento. Un amor que nos llama a un segundo nacimiento, a un nacimiento celeste en la carne, en el tiempo, en el siglo, en este mismo corazón nuestro y en este cuerpo de siempre; nos llama a nacer, a renacer nosotros mismos.

El Misterio de la Pascua es el de la resurrección en el otro mundo, pero el Misterio de la Navidad es el de nuestro segundo nacimiento en este mundo, el de la entrada al Reino de los Cielos que está en nuestros corazones, el de la introducción al conocimiento del Cristo que está en nosotros y que es nosotros mismos: "Ese Otro que es, en nosotros, mas nosotros mismos que nosotros" (Paul Claudel)

Lanza del Vasto: Comentario del Evangelio, el Misterio de la Navidad (18 de diciembre de 1947. Calle Saint-Paul)

2 comentarios:

Tordon dijo...

En estos días inundados de superficialidad y consumo, se agradece, estimada Gaudiosa, esta reflexión más acorde con el verdadero significado navideño.

¡Feliz Navidad!

José Del Moral dijo...

Magnífica reflexión, Asun, para aproximarse a este misterio.
Muchas gracias por traerlo.
Un abrazo