Su esbelta negrura aterciopleada, que semeja no tener otro peso sino el suficiente para oponerse al aire con resistencia autónoma, va y viene monótonamente tras de los hierros, ante quienes seducidos por tal hermosura maléfica allá se detienen a contemplarla. La fuerza material se sutiliza ahí en gracia dominadora, y la voluntad construye, como en el bailarín, un equilibrio corporal perfecto, ordenando cada músculo exacta y aladamente, según la pauta matemática y musical que informa sus movimientos.
No, ni basalto ni granito podrían figurarla, y sí sólo un pedazo de noche. Aérea y ligera lo mismo que la noche, vasta y tenebrosa lo mismo que el todo de donde algún cataclismo la precipitó sobre la tierra, esa negrura está iluminada por la luz glauca de los ojos, a los que asoma a veces el afán de rasgar y de triturar, idea única entre la masa mental de su aburrimiento. ¿Qué poeta o qué demonio odió tanto y tan bien la vulgaridad humana circundante?.
Y cuando aquel relámpago se apaga, atenta entonces otra realidad que los sentidos no vislumbran, su mirada queda indiferente ante la exterior fantasmagoría ofensiva. Aherrojada así, su potencia destructora se refugia más allá de la apariencia, y esa apariencia que sus ojos no ven, o no quieren ver, inmediata aunque inaccesible a la zarpa, el pensamiento animal la destruye ahora sin sangre, mejor y más enteramente.
Luis Cernuda: Ocnos
domingo, 16 de agosto de 2009
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